Es la única creación musical por la que he mantenido un interés constante y apasionado, desde el principio de mi juventud hasta la vejez. Por razones objetivas, porque es una obra maestra única, no tocada por los tabúes de la época. Pero también hay una motivación subjetiva, o más bien personal, a nivel existencial. En este sentido, puede decirse que mi relación con esta obra ni siquiera es un recuerdo, sino una realidad íntima e incesantemente presente. Lo que sigue es sólo ostensiblemente un retrato o una narración musical, es el enigma con el que me encontré en la mañana de mi vida.
Si evoco la obra de Georges Bizet (1838-1875), no lo hago por interés profesional, sino porque a través de ella he encontrado mi propósito en la vida. Cómo fue esto posible, lo descubrirás esperando un poco. La conocí de adolescente, cuando tenía 15 años. Pero estaba algo familiarizado con los clásicos de la música, a través de la práctica temprana del piano. Sin embargo, prefería la condición de oyente, que ya entonces me tomaba muy en serio. Lo cual era una forma de precocidad. ¿No es el oyente el destinatario de la creación musical? Debe demostrar que es digno de este papel. Por mi parte, escuché instintivamente, casi religiosamente. Con la intuición de este destino, por supuesto en fase embrionaria, pasé las horas más hermosas de mi tiempo musical escuchando emisiones de radio. Aunque me habían familiarizado con innumerables arias, aún no me habían dado la oportunidad de un encuentro con la ópera de Bizet.
Tuve que ir al Teatro de la Ópera de Bucarest para descubrir esta belleza sin igual y ver una ópera por primera vez. Estudiaba en el Colegio Nacional “Carol I” de Craiova, cuyo auditorio era también el teatro de la ciudad. Así pues, el drama musical de Bizet se representó en el podio donde tuvo lugar la entrega anual de premios. En el mismo escenario, pudimos ver y escuchar a George Enescu, poco después de la actuación de Carmen, tocando la Sonata Kreuzer.
Eran tiempos de guerra. Y tengo que decir que esa guerra, cuyas terribles escenas veía semanalmente en el noticiario que proyectaban todos los cines antes de la película, contribuyó sustancialmente a mi maduración psicológica, y probablemente también a la de otros. No se trataba de una película de aventuras, sino del espectáculo macabro de la verdadera locura humana. En pocos meses, las sirenas anunciaban los bombardeos aéreos, uno por la mañana, otro en plena noche, con refugios en albergues improvisados, o durante el día, en los campos de los alrededores, donde dos veces vi la muerte con mis propios ojos. El colapso militar estaba aún relativamente lejos, pero el inconsciente lo intuía. Por ahora, nos encontramos en una cierta seguridad, alimentada por la ingenua esperanza de la victoria.
Y aquí está la noche del espectáculo. Era la primera vez que veía una orquesta sinfónica. En el foso, los músicos revisaban sus instrumentos. Hasta que apareció el director de orquesta y desató una tormenta de aplausos. Unos segundos de silencio y la música era electrizante. La obertura comenzó con una explosión, con esa frase sonora que anuncia la aparición del torero. Sentí una descarga, como si un rayo hubiera atravesado toda mi columna vertebral. Una sensación que no se repetiría en el resto de mi vida. Era demasiado inmaduro para entenderlo, sólo podía resistirlo, ayudado por el esplendor melódico de la acción musical. Sin embargo, instintivamente, sentí que algo me había sucedido a mí y en mí.
La joya melódica de toda la obra: la Habanera por la que Carmen hace su aparición, entre los civiles y soldados que la esperan. Son extremadamente raras las canciones que han alcanzado tal popularidad. Incluso sin las palabras que las acompañan (que no son muy inteligibles para mí), los sonidos habrían expresado la sensualidad de la que están impregnados. Todavía inocente, sólo podía percibir el irresistible encanto melódico. A continuación, la Seguidillla, que, con su ritmo provocador, da el golpe de gracia erótico al vulnerable Don José. Me fascinó la entrada triunfal del torero con su famosa aria de macho invencible, una de las más famosas del planeta, poco apreciada por el compositor, como me enteraría después: el homenaje que exige el gusto popular. Y, finalmente, el estremecedor desenlace, con la desesperación asesina de un don José caído en desgracia y la victoria fatal de Carmencita, que se mantuvo fiel a su nuevo amante a costa de su vida. Me asombró la espectacular superposición de los dos planos antagónicos: el triunfo aclamado con júbilo del torero entre bambalinas y, ante el público, el gesto asesino de Don José, por el que Carmen entra en la muerte sin haber podido reprocharse la más mínima debilidad: con su habitual inflexibilidad. Con la comprensión posterior, habría dicho: el trágico desenlace del triunfo femenino. Dejó atrás a sus dos lamentables adoradores: uno tierno, pero débil, convertido repentinamente en asesino; el otro de falsa y brutal grandeza, con una vanidad vacía de contenido. Me fui a casa perturbado, con los nervios a flor de piel, pero sin saber por qué.
Mi juventud no me ayudó a entender el mensaje más profundo de la obra, más allá de su fascinante música. Entre un Don José sentimental, con una virilidad debilitada por su ciega pasión, y Don Escamillo, el torero seguro de sí mismo y siempre triunfante, se alzó la figura apasionadamente trágica de Carmencita, verdadera prefiguración del espíritu femenino omnímodo. Su Habanera en el primer acto me exaltó hasta el éxtasis, pero el significado de las palabras se me escapó. Sin embargo, aunque hubiera sabido que se trataba de la libertad absoluta del amor, que tiene mucho derecho a trascender todas las leyes, a esa edad todavía no lo hubiera entendido. Pero como aria, como melodía pura, la Habanera era hipnotizante. Y yo experimenté este efecto al máximo.
Pasarían cuatro años antes de que la propia vida desentrañara el misterio de aquella experiencia absolutamente insólita, que parecía anunciar algo a través de su misteriosa intensidad, aún no vivida hasta entonces. ¡Lo que no hice para encontrarla! Solía escuchar las retransmisiones radiofónicas, por si al menos ofrecían algunos fragmentos de la ópera. Era un hecho: no emitieron nada. Durante dos años, para mi desgracia, sólo una vez se retransmitió íntegramente una representación de la Ópera de Bucarest, y tuvo una acogida desastrosa. Entonces, en la víspera de mi 17º cumpleaños, tomé la decisión más valiente que jamás había tomado. Con mis pequeños ahorros, conseguidos gracias a las llamadas tutorías de los cursos inferiores, aproveché las vacaciones de Navidad para hacer mi primer viaje solo en tren, por supuesto fui a Bucarest para asistir a todas las representaciones de la Ópera de esas dos semanas. Mi anfitriona iba a ser mi hermana, que vivía allí desde hacía tiempo y donde iba a pasar el primer año de mis estudios universitarios. En las inmediaciones del cementerio de Ghencea, es decir, en las afueras. Vi muchas representaciones, que se convirtieron en la base de mi cultura operística, pero – ¡mala suerte! – Carmen no había sido programada para ese periodo. Volví a casa, por un lado, emocionado, ya que había descubierto muchas cosas nuevas, y por otro, decepcionado: Carmen no respondió a mi apasionada llamada.
En mi último año de instituto, había alcanzado un nivel de desarrollo intelectual que me abría nuevos horizontes. Estaba descubriendo la biblioteca, y el Colegio tenía una biblioteca impresionante, que ofrecía la posibilidad de realizar investigaciones más allá del plan de estudios.
Así que también busqué a Carmen allí, pero al buscarla, descubrí, gracias a un enorme Larousse y a una historia de la música francesa, a Nietzsche, del que estaba aprendiendo por primera vez quién era: no sólo un gran filósofo, sino también un adorador de esta obra. A través de ella se había liberado de su pasión por la música de Wagner. Por comparación, descubrió en la música de Wagner, una morbosidad psicológica y una falta de naturalidad humana de la que sólo se dio cuenta gracias a la naturalidad del lenguaje de Bizet. Él, que, inspirado por las óperas de Wagner, había escrito en su día El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, veía ahora en toda la filosofía wagneriana, expresada musical o verbalmente, un peligro social, una amenaza para el equilibrio psicológico humano. Afirmó haber escuchado a Carmen al menos 20 veces. Oponiéndola a toda la creación de Wagner, supuestamente engorrosa y artificial, Nietzsche lanzó el lema: “Hay que mediterranizar la música”. Esta consigna pretendía inspirar a los compositores a mirar en una dirección diferente a la casi dictatorial impuesta por la Tetralogía y Parsifal, de sombría inspiración nórdica y mítica. También me inspiró a mí, recién graduado en el instituto, cuando me preparaba para partir hacia Bucarest, no sólo para mis estudios, sino también en busca de Carmencita, que había iluminado mi adolescencia. Las consecuencias iban a superar todas las expectativas.